Demasiados artículos de mi autoría comienzan con una referencia a un desvarío ridículo que recibió respuestas inteligentes que no merecía. Este es uno de ellos, por supuesto. Véase:
La semana pasada, visité el MALBA. Peor, visité la celebración del aniversario del MALBA, con entrada gratuita, horario extendido, barra exclusiva, números musicales, etcétera. Por supuesto, el museo era intransitable, y la exposición de Leandro Erlich sólo empeoraba las cosas.
Me interesa desarrollar algunas observaciones sobre cómo el público interactuaba con la obra en general, y con la obra de Erlich en particular.
La obra de Erlich tiene un problema, por el que no puede culparse ni a la obra ni al artista: Se ve demasiado bien en Instagram.
Las instalaciones de Erlich se convierten, como las puestas en escena de los pop-up museums neoyorkinos, en un lugar más al que ir para tomarse una foto. Me recuerda a esos tours estúpidos que la gente hace por Europa, hacia cuyo final uno es una sombra histérica de quien solía ser, despeinado y mal vestido, siendo arrastrado de combi a combi, de bote a avión, y de hito turístico a hito túristico. Una fila al rayo del sol concluye en una góndola, con un personaje caricaturesco exhortando a la abuela a sonreír para la foto. Eso es el museo ahora.
Bien puede proponerse que esto fue una anomalía, que ese día concurrió al museo gente a quien la obra le importa más bien poco, que fueron por estar, como las hordas turísticas que se sacan selfies en el Louvre. Hoy en día, uno se convierte en un turista apenas sale de su casa.
Pero el hecho de que quienes fueron hayan ido invitados por el museo, o invitados por la gratuidad de la entrada no significa que esta manera de relacionarse con la obra no pueda ser criticada o analizada. ¿Qué quiere decir que este sea el comportamiento estándar de gente económica y culturalmente integrada, cuando ven una obra? Recordando las propuestas gubernamentales de tomarse selfies ante cuadros durante La Noche de los Museos, uno se podría preguntar qué implica que esta sea la manera en la que todos hemos aceptado que la gente se relaciona con el arte.
¿Qué se pierde?
En aquello a lo que pretenciosamente podría referirme como “el público general”, he notado tres actitudes con respecto al arte conceptual:
- “Me gusta, es brillante”
- “No me gusta, es feo, es un robo, La Civilización Occidental, etc. etc.”
- “Me divierte, me quiero sacar una foto”
La obra gusta (rara vez), no gusta o es algo con lo que uno se fotografía. La algarabía fotográfica, turística es polución entre la obra y el espectador. En estas circunstancias, el arte conceptual, el arte ritual es particularmente vulnerable a no ser entendido. El arte no está completo hasta que es releído por el espectador, hasta que es mirado. Negarse a mirar la obra, negarse a tener un contacto directo con la obra, que no esté mediado por un dispositivo o por intenciones o aspiraciones fuera de la comprensión de la obra, es desperdiciarla. Esto sucede cuando el museo deja de ser un lugar al que ir a ver obras y, eventualmente, sacar una foto o dos, y se convierte en un mero escenario de sesiones fotográficas protagonizadas por el espectador.
Leyendo, por ejemplo, este breve artículo de Fabián Lebenglik sobre la obra de Erlich, el hecho de que el público no se permita entender la obra, reduciéndola a cierta función social pedorra, se torna particularmente triste.
Como explica Lebenglik, Erlich pretende invitarnos a enrarecer lo cotidiano, descontextualizando y jugando con detalles de la vida urbana y las fuerzas que la posibilitan, y del imaginario de la clase media.
En algunas obras, trabaja con sutilezas — Creo, este es el caso en una de sus más icónicas y concurridas, “La pileta” (1999). En otras, es sarcástico y tenaz. Las ancianas y los columnistas de grandes medios lo llamarían “irreverente”.
No reflexionar sobre esas obras, no pensarlas, sino reducirlas a paradas en un pequeño tour es negarse a ser interpelado, es negarse a la introspección. ¿Qué carajo importa el “significado” de una obra? ¿Qué carajo importa la intención del artista, qué carajo importa como comentario sobre la condición humana? Es una foto linda. Es lindo o no es lindo, da likes o no da likes, gusta o no gusta, me hace parecer culto y a la moda o no lo hace.
A la salida del museo, comentaba con mi acompañante que si Marina Abramovic hiciese “Rhythm Zero” hoy, saldría ilesa, sólo muy fotografiada.
¿Qué hacer?
Más gente va a museos a tomar fotografías que a ver la obra. Museos como The Renwick Gallery, el Hishhorn o el MALBA reciben un caudal extraordinario de visitantes cuando ponen a disposición del público escenarios para sacarse fotos lindas.
Por motivos de mercado, hacer algo para solucionar esto no es importante. Las obras son famosas, la gente visita el museo y las luces se mantienen encendidas. Si bien estos asuntos están siendo problematizados, resolverlos no está en la agenda de nadie.
De todas formas, si lo estuviese, ¿Qué podría hacerse?
Opción 1: Reprimir al espectador
Retornar a las políticas anti-fotografía del pasado reciente, asegurándose de que nadie las infrinja, mediante medidas de control y vigilancia abominables.
James Turrell imploró a quienes fuesen a visitar su muestra en el Guggenheim, el año pasado, que por favor no tomasen fotografías. Turrell plantea que su trabajo es “no-vicariante”. Como explicó Jia Jia Fei en una charla TEDx al respecto, “la reproducción de la obra siempre va a ser menor que la experiencia de la obra”. Prohibir la fotografía volvería al museo un lugar hostil, y además perdería como en la guerra contra El Museo del Helado y otros eventos de ese nefasto estilo.
Opción 2: Resignarse porque el dinero se siente bien
Aceptarlo, ¿Qué se le va a hacer? En cierto punto, el arte siempre tuvo esta función, siempre fue, para mucha gente, no más que una herramienta para aparentar y presumir. Podría decirse que sólo cambiaron los instrumentos de la presunción y el ritmo de vida, antes tenías que esperar a ver o llamar a X y a Y para explicarles, en los términos más serpentinos posibles, por qué eras mejor que ellos.
Propondría que la comodificación de la experiencia, que el impulso de, para ponerlo en términos con los que no se puede vivir, reportar nuestro día a día para hacerle dinero a un manojo de empresas aseveró esto. No sólo son estos procesos más rápidos y están facilitados, sino que se llevan a cabo mucho más a menudo. Y motivados por una competencia alienante en pos de no se sabe muy bien qué, y de la banalización de todo, uno termina, como mi ancianidad temprana me fuerza a plantear, “poniendo la biblia junto al calefón”.
Opción 3: Problematizarlo y resistirse
Producir piezas pos-irónicas y/o no-“instagrameables”.
La tercera opción es mi preferida. Pueden producirse trabajos que se nieguen a ser consumidos así. Pero también, como el Ladrillo de Supreme, que forzaba a su comprador a la autoparodia, hay que hacer arte que tenga su materialidad como mero vehículo para la verdadera obra: El acto de consumo ridículo.
Una cuarta opción, la más efectiva pero la más costosa, y la que más tiempo requeriría (especialmente en este contexto tan institucionalmente precario), sería hacer a la educación artística mandatoria y de calidad.