Carpe diem, o una guía práctica para la vida

Meta-placer

¿Cómo construir el día a día si la base en la que se cimenta nuestra existencia material colapsa siempre un poco más? ¿Si la caída parece no tener final? O, en paisano: como mierda hacer planes a largo plazo en un país que, desde el mismo Estado, se caracteriza por la improvisación? Es esta una pregunta muy generacional, sin lugar a dudas. En cualquier momento la empresa de la que dependés para sobrevivir puede fundirse, o te pueden pegar una patada en el orto. La carrera que estudiás puede ser desfinanciada y abandonada progresivamente hasta el punto en que recibirte constituye una verdadera odisea. Si naciste en el 2000 es muy probable que nunca en tu puta vida hayas visto los precios bajar. Y en el medio, la pandemia.

¿Cómo encontrarle un sentido a este torbellino de estímulos que constituye la sociedad moderna? Si el tornado te traga, es difícil encontrar una sucesión lógica de eventos que deriven en un placer auténtico. Ni hablar de encontrar algo que te llene de verdad. Y es que, realmente no existen muchos mecanismos a través de los cuales podamos satisfacer efectivamente el deseo. Entonces, ¿Qué queda?

La disciplina del caos

Asumamos, aunque sea por un segundo, que ya no queda nada. Solo cenizas, bailar entre las ruinas. Algo así sucedió por allá en el siglo XIV en Europa, durante la peste negra. La proximidad de la muerte llevó a muchos a abandonar el sendero de la piedad y el ascetismo y adentrarse de lleno en el hedonismo más puro y desenfrenado. Son los años del Decamerón, del alcohol, del carnaval, de los juegos de azar y mujerzuelas. La cotidianeidad de la muerte derivó en su teatralización y burla, expresada en la Danza de la muerte, un género literario y teatral que, en su representación artística describe a un grupo de personajes de diferentes estratos sociales (entre los cuales se encuentra un esqueleto que representa a la muerte misma) que baila alrededor de una tumba. En cierta forma, así como para los europeos del siglo XIV la peste negra debía representar el fin de los tiempos, para nosotros el siglo XXI representa el final de muchas cosas que, creíamos, eran perennes.

Entonces, asumir como máxima de praxis vital la proximidad e inexorabilidad de la muerte. Asumir que, esa cerveza que te tomás después de ver a Racing empatar malamente contra Velez, quizás sea la última (dios quiera que sea el último partido que tengo que padecer a Rojas llevar la 10). Asumir que salir a la calle implica un alto porcentaje de probabilidades de que te comas un corchazo por gil laburante o algún pelotudo con ínfulas de Schumacher te levante como sorete en pala. La muerte es inevitable, pero si ya experimentamos el vacío de la inexistencia, ¿A qué le tenemos miedo? Quizás por eso me inspire tanta tristeza comentarios como los de este tweet:

Obviamente no estoy diciendo que camines mirando el celular en plena calle a las 3 de la mañana por Florencio Varela. Hay una fina línea entre la valentía y la estupidez. No temerle a la muerte no implica buscarla activamente. Tampoco te digo que te delires el sueldo en merca y salgas a contagiarte 10 ets por segundo. Pero si la modernidad es la disciplina del caos, capaz lo mejor sea convertirnos en su emisario.

Quizás el hedonismo no sea la solución. Quizás ni siquiera haya una solución. Quizás, solo quizás, es lo único que nos queda. Transitar los senderos del exceso en busca de una experiencia superadora que nos subjetive, aunque sólo sea por un momento. Comprender a la muerte como el desenlace lógico de la vida y actuar en consecuencia viviendo o, por lo menos, intentándolo. Dislocar la moral en todos sus frentes no solo como una confrontación, como una actitud “subversiva”, si se quiere, sino como una medio de satisfacción del deseo. El humano se reformula y subjetiva en el enfrentamiento, y no todo enfrentamiento implica necesariamente cagarse a balazos.

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En el más primal de los instintos, por ejemplo, en el instinto sexual, el humano encuentra una especie de “pequeña muerte”. Pero no en el acto sexual comprendido este como una actividad sexual utilitaria (es decir, con fines reproductivos), sino atravesado por las implicancias del erotismo. Batailles diría del erotismo que es lo que nos separa del animal, lo que nos humaniza, en tanto se articula a través de la búsqueda consciente de un fin (un fin también consciente, valga la redundancia). Es en el acontecer erótico que el humano encuentra una cima del placer que se asemeje a una especie de muerte, en el sentido en que, más allá de ese éxtasis de satisfacción del deseo que representa el acto sexual, no hay nada. El sentido de incomodidad relativo al sexo y al erotismo (incomodidad generada e incitada por el universo simbólico) parte desde consideraciones morales, cercenando así al humano en su capacidad de satisfacer el deseo erótico, en su capacidad de sentir. Es mutilar al humano. El hedonismo es así para Batailles una suerte de reivindicación del humano, de su estoicismo frente a la inevitabilidad de la muerte, ante la cual opone su burla y su búsqueda de placer desenfrenado. Es la exaltación y perfeccionamiento del instinto sexual a través del erotismo.

Entonces, quizás las herramientas para satisfacer el deseo están dentro de nosotros mismos, encarceladas por un miedo a la muerte que parte desde simbolismos absurdos. Quizás esto sea lo que necesitemos para encontrarle un sentido a la existencia cotidiana: reivindicarnos como humanos a través del hedonismo y ejercer de manera constante nuestra humanidad frente a un contexto que nos reduce, golpea y caga a puteadas a diario. O quizás no, pero al menos nos vamos a sentir mejor en el intento.