Si uno quiere estudiar la relación histórica entre el cristianismo y el capitalismo, se encuentra con una trama que resulta ambas partes larga y complicada.
Normalmente empieza con una metáfora sobre un camello pasando por el ojo de una aguja, atraviesa comunidades autárquicas en ciudades del Mediterráneo, sigue por la filosofía patrística y las opiniones de ciertos santos sobre la acumulación de riquezas.
Transita después por períodos en los que los cristianos terciarizaban sus servicios financieros y lo que tradicionalmente se consideraba usura a los judíos, para luego demonizarlos por este mismo motivo. Luego deberían mencionarse los calvinistas y la búsqueda de una justificación moral para los préstamos con interés entre cristianos. De esta manera fue que avanzó, mutó y se diversificó el cristianismo hasta llegar, en la actualidad a la creación de corrientes como la Teología de la Prosperidad, cuyos seguidores sostienen que Dios premia con éxito financiero a los que siguen sus enseñanzas y castiga a los herejes con la pobreza material.
Es difícil saber cuál es la posición verdadera del cristianismo acerca del capitalismo, después de todo existen tantas versiones de una religión como creyentes de la misma, todos con sus pequeñas variaciones ideológicas y a veces con miradas diametrálmente opuestas sobre los mismos temas. Pero, considero yo, la mejor manera de analizar la filosofía cristiana es volver a sus orígenes y esto puede brindar mucha claridad sobre lo que se debería considerar la ideología central del cristianismo. Por eso, trataré en este artículo la siguiente pregunta:
¿Qué habrían opinado quienes construyeron las bases de la religión cristiana acerca del capitalismo como lo conocemos hoy?
En principio definiremos al capitalismo muy sencillamente como un sistema económico que se encuentra basado en la propiedad privada de los medios de producción, la acumulación de capital como objetivo principal y, al menos según sus mayores defensores, un sistema que premia por sobre todo el individualismo y el egoísmo económico.
El lugar obvio para empezar el análisis sería nuestro Nuevo Testamento, en el que podemos encontrar varios versículos en los que Jesús nos enseña a evitar bajo todo punto de vista la avaricia.
Lucas 16:13 nos habla de la imposibilidad de servir simultáneamente a Dios y al dinero, ya que uno no puede serle fiel a uno sin odiar al otro. Timoteo 6:9 advierte que aquellos que busquen riquezas caerán en la perdición. Santiago 5:1 da cuenta a los ricos de que pueden sufrir consecuencias por sus actos, acusándolos de avaricia y del robo del jornal de los trabajadores que con su labor financiaban las lujosas vidas de los capitalistas que los empleaban.
Pero quizás la sección que mayor claridad ofrece sea el episodio del Joven Rico, donde Jesús deja por sentado sin vueltas ni titubeos la absoluta imposibilidad de que alguien que pasó toda su vida acumulando riquezas entre al paraíso, expresando que sería más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un hombre rico ingresar al reino de Dios.
Incluso si exclusivamente en base al Nuevo Testamento uno no está convencido de la posición del cristianismo respecto a la avaricia, a la acumulación de capital y a la propiedad privada, siempre se puede acudir a la segunda mejor fuente: la literatura patrística. Cuando uno empieza a leer a los primeros promotores de la religión y a los padres de la Iglesia y sus sermones es que las ideas predicadas por Cristo comienzan a entenderse mejor.
Los padres de la Iglesia son particularmente interesantes, ya que es cada uno más radical que el siguiente en lo que respecta a la oposición al capital y a la propiedad privada. Un factor importante a tener en cuenta es lo mucho que influía la distribución de la tierra (la mayor expresión de riqueza en su momento) en la desigualdad sistemática del imperio romano. Por dar un ejemplo, en una sociedad donde el 80% de la población vivía de o trabajaba la tierra, la mitad de la provincia de África era propiedad de únicamente 6 terratenientes. Un dato comparable con la situación actual de EEUU, donde 3 personas son dueños de más capital que el 50% más pobre del país. Los autores patrísticos reconocían esta concentración como un problema y predicaban fuertemente en su contra.
Entre los principales se encontraba San Basilio, un monje anacoreta de Asia Menor conocido por vivir con los mínimos bienes materiales y, en sus palabras, “tratar a su propio cuerpo como un dueño de esclavos trata a aquel que intentó escapar”. En un sermón titulado “Homilia a los ricos”, Basilio expresa su oposición directa a la acumulación de riquezas y a la sociedad individualista:
“De suerte que, quien ama a su prójimo como a sí mismo no posee mucho más que su prójimo. Pero tú, en verdad, muestras que tienes muchos bienes, ¿de dónde[provienen] éstos? Más bien es manifiesto que prefieres tu provecho a procurar el consuelo de muchos.”
También aboga en contra de la propiedad privada, expresando su disgusto por quien guarda para sí mismo y priva a su prójimo de aquello que fue creado para el uso común:
“‘¿Pero a quién trato injustamente’, dices, ‘preservando aquello que es mío?’
Dime, ¿Qué es lo tuyo? ¿Qué es lo que trajiste a esta vida? ¿De dónde lo has recibido?
Es como si alguien tomara el primer asiento en el teatro y luego impidiera que todos los demás asistieran, para que una sola persona disfrute por su cuenta de lo que se ofrece en beneficio de todos: esto es lo que hacen los ricos. Primero toman posesión de la propiedad común, y luego la conservan como propia porque fueron los primeros en tomarla.
Pero si cada hombre tomara solo lo suficiente para sus propias necesidades, y dejara el resto a los necesitados, nadie sería rico, nadie sería pobre, nadie estaría en necesidad.”
La primera mitad de esta cita se asemeja a Proudhon gritando “la propiedad es robo” y la segunda se parece mucho al principio marxista de “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”.
Podría seguir citando las homilias de San Basilio, siendo particularmente interesantes sus opiniones respecto a la herencia y sobre quienes donan parte de sus riquezas después de su fallecimiento. Pero, considero más efectivo pasar al análisis de otros autores patrísticos, entre ellos San Ambrosio de Milán, uno de los padres de la Iglesia Católica.
Decía San Ambrosio respecto a la naturaleza de la propiedad:
“¿Hasta dónde pretendéis llevar, oh ricos, vuestra codicia insensata? ¿Acaso sois los únicos habitantes de la tierra? ¿Por qué expulsáis de sus posesiones a los que tienen vuestra misma naturaleza y vindicáis para vosotros solos la posesión de toda la tierra? En común ha sido creada la tierra para todos, ricos y pobres; ¿por qué os arrogáis, oh ricos, el derecho exclusivo del suelo? Nadie es rico por naturaleza, pues ésta engendra igualmente pobres a todos.”
Esta vez, al igual que Basilio, Ambrosio usa una retórica que adjudica la condición de hurto a la expropiación de los ricos de la tierra, privando al resto de la misma. Resulta interesante porque los autores patrísticos no realizan únicamente críticas morales, sino que también acusan de violar leyes divinas y robar aquello que Dios otorgó para repartir. Esto es importante, principalmente, porque considera como un crímen hacia Dios no sólo a la acción de acumular riquezas sino a la inacción de repartirlas.
Según los padres de la Iglesia, y por lo que podemos entender de la historia del Joven Rico, uno no es bueno ante los ojos de Dios solamente por las cosas que se abstiene de hacer, sino que también es necesario ser activamente generoso. La crítica entonces pasa de ser “sería bueno que vendas tus bienes y los regales a los pobres” a “en tu acumulación de capital estás robando simultáneamente a Dios y a los necesitados”.
Ambrosio también acusa a los ricos de ser la causa directa de la pobreza de su prójimo, la cual causaron mediante su avaricia y egoísmo:
“Ricos, arrebatáis todo a los pobres y no les dejáis nada; sin embargo, vuestra pena es mayor que la de ellos. Los pobres ayunan si no tienen; vosotros, incluso cuando tenéis. Así, pues, os irrogáis a vosotros mismos primero la pena que infligís a los pobres. Sois vosotros los que sufrís por vuestra pasión las tribulaciones de la pobreza mísera. Los pobres, ciertamente, no tienen de qué vivir, pero vosotros ni usáis vuestras riquezas, ni las dejáis usar a los demás. Sacáis el oro de las venas de los metales, pero de nuevo lo escondéis. ¡Cuántas vidas encerráis con este oro!”
Decía también San Juan Cristónomo, otro de los padres de la Iglesia Católica:
“Forzosamente, el principio y raíz de tus riquezas proceden de la injusticia. Porque Dios, al principio, no hizo al uno rico y al otro pobre, sino que dejó a todos la misma tierra. ¿De dónde, pues, siendo la tierra común tienes tú tantas yugadas de tierra y tu vecino ni un palmo de terreno?”
Otro que compartía una visión, para ponerlo en términos anacrónicos, pseudo-marxista de la manera en la que los ricos llegan a su posición era San Jeremías, famosamente diciendo:
“Todo hombre rico es un ladrón, o al menos el heredero de uno.”
Siguiendo en el estudio patrístico pero alejándonos de los padres de la Iglesia, en busca de un mejor entendimiento de la ideología del temprano cristianismo, podemos retroceder aún más en el tiempo y analizar en cambio la manera en la que organizaban sus comunidades los primeros cristianos del Imperio Romano.
En su libro All Things in Common, The Economic Practices of the Early Christians, Roman A. Montero estudia las prácticas económicas y sociales de estas sociedades de cristianos que se formaban al rededor del mar Mediterraneo y expresa su caso de por qué el término “comunismo” es el más apropiado para definir dichas prácticas. El autor define al comunismo como un sistema de relaciones económicas que utiliza el principio de “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades” como base moral sobre la cual se construye la sociedad y sus reglas.
Además, define dos tipos de comunismo practicados por los primeros cristianos, que él define como “comunismo formal” y “comunismo informal”, siendo el primero un sistema oficial y regulado y el segundo una serie de reglas morales que definían el comportamiento de los miembros de la comunidad.
Explica el autor que el comunismo formal era una suerte de estado de bienestar paralelo formado por las comunidades cristianas, con reglas claras y definidas que distribuía equitativamente los recursos y servía para mantener a las viudas, huérfanos y cualquier otro que lo necesitase. Esto no era una mera distribución caritativa como se suele creer sino que proveía un sustento completo de la vida de los necesitados.
La base del comunismo informal, según Montero, es la idea descripta en Hechos 4:32, que dice:
“La congregación (la multitud) de los que creyeron era de un corazón y un alma. Ninguno decía ser suyo lo que poseía, sino que todas las cosas eran de propiedad común.”
Es decir, el comunismo informal nos devuelve al principio marxista de “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Lo que hacían los cristianos en sus comunidades era simplemente cambiar las reglas de las obligaciones que regían en su sociedad – pasando de un sistema de obligaciones de mercado o de patronaje a un sistema de obligaciones comunista. Estaban creando un sistema en el cual los miembros de la comunidad tenían una obligación primaria de compartir sus bienes con su prójimo, al punto de que la propiedad privada se volvía irrelevante y “ninguno decía ser suyo lo que poseía, sino que todas las cosas eran de propiedad común.”
De esta manera fue que las comunidades cristianas creaban sociedades paralelas al Estado, que Lenin probablemente definiría como “poder dual”. Y todo esto sin modificar leyes o títulos de propiedad, los cristianos habían creado comunismo únicamente con un cambio radical de las bases ideológicas y morales de su sociedad.
El autor agrega, además, para despejar cualquier duda que uno pueda tener:
“Esto puede ser difícil de entender para los post-iluminacionistas modernos, dado que vivimos en un mundo dominado por la ideología capitalista, donde no existe tal cosa como la obligación inherente, solamente derechos y libertades negativas. En el mundo antiguo, las obligaciones morales eran primarias, y la libertad se entendía como seguir un camino moral, no seguir los caprichos de la voluntad de uno.
Cuando pensamos en el intercambio ‘voluntario’, lo consideramos simplemente una elección personal, derivada de nuestra propia voluntad; esta no era la visión antigua. Los antiguos cristianos dirían (como varias veces lo hicieron) que este intercambio era ‘voluntario’, en el sentido de que no había una amenaza de fuerza detrás de él, pero uno no era libre de no compartir, más de lo que uno hubiera sido libre de cometer idolatría.”
Entonces, queda claro que tanto en la teoría como en la práctica, los cristianos contemporáneos a Cristo y los que les siguieron rechazaban el sistema económico romano y muy seguramente rechazarían el Capitalismo si hubieran llegado a conocerlo. Aborrecían la concentración de capital, la propiedad privada y la herencia. Rechazaban el modelo económico en el que vivían y construían sistemas colectivos de poder dual para proteger a los más afectados por la usura y la avaricia.
En extensión de esto, si consideramos los primeros 3 siglos de la religión como la forma más pura que ha tomado la ideología cristiana antes de corromperse mediante la asociación al Estado y a las clases dominantes, no queda otra conclusión lógica que no sea la de que el cristianismo es, en su esencia, profundamente anticapitalista.