La superación no es una tarea simple. En cierto sentido es un desafío al que somos arrojados desde que salimos del vientre: hemos de superar etapa tras etapa de socialización, superar desamores, superar peleas, superar frustraciones, superar expectativas, superar a nuestros padres, superar nuestra historia. La superación se nos aparece como un imperativo que parece derivarse del impulso vital mismo, pero también, si uno se pretende marxista, existe cierta demanda teórico-práctica de superar al sistema. Pero, ¿a qué nos referimos con el sistema? ¿Al sistema jurídico-político de un país en particular? ¿A las Naciones Unidas? ¿Al logofalofonocarnocentrismo del pensamiento moderno? Creemos que para un marxista superar al sistema significa superar al capital, entendiendo por capital a una cierta lógica, que opera dentro del ámbito de lo económico, que estructuraría y funcionaría como principio rector del conjunto de la sociedad. Esta lógica, pensamos, constituye el punto de partida a partir del cual el resto de los epifenómenos sociales cobrarían significación histórica. Ahora bien, ¿por qué hemos de superar la lógica del capital?
Una respuesta podría ser que, debido a ésta, se genera una polarización incesante entre aquellos que deben vender su fuerza de trabajo en el mercado y quienes la compran, usurpando mediante esta transacción el valor producida en su consumo. El problema con esta respuesta reside, precisamente, en que, dentro de los términos de la economía capitalista, esta pretendida injusticia no es tal, en tanto que el comprador está, de hecho, pagando la fuerza de trabajo como mínimo por su valor, i.e. la cantidad de bienes necesarios para reproducirla. A su vez, su empleo no ha de generar necesariamente un valor mayor a su costo, sino sólo en cuanto se la emplea de modo tal que la misma sea productiva. El trabajo, por tanto, no sólo se le impone al trabajador como necesario, sino que el pobre capitalista, a su vez, se ve forzado a volverlo productivo: el trabajo le impone a la producción su cualidad productiva. En cuanto un proceso de trabajo deja de generar una diferencia con el valor de la fuerza de trabajo, cuyo valor decreciente es, por lo general, remediado políticamente, ese trabajo pierde toda su dignidad y racionalidad y la explotación deja de ser una “injusticia” hacia el trabajador y se volvería una “injusticia” hacia el capitalista.
Efectivamente, los términos de esta injusticia se vuelven precarios, en tanto, intrasistemáticamente, el contrato laboral consiste en un acto voluntario: para la ley da lo mismo. Pretender enjuiciar al vil comprador a partir de una perspectiva suprahistórica, moral, ha de fallar de un modo similar. Los términos de equidad económica están determinados por categorías intrínsecas del capital, en cuanto se pretende salir de ellas sin establecer otro sistema de equivalencias se cae en la crítica abstracta, tan característica de ciertos sectores de la izquierda y con tanta certeza atacadas por los conservadores. El sistema del intercambio no es, incluso aceptando una teoría del valor-trabajo, contradictorio, injusto, en sus propios términos sino violentamente consistente. Más aún, aunque el mismo sea pensado como contradictorio, no se sigue de ello que sea moralmente “injusto” en tanto no es un sistema moral sino un sistema económico, cuyo patrón de medida no es lo “malo” o lo “bueno” sino lo “productivo” o lo “improductivo”. La alusión a una crítica del orden moral no es sino una forma de claudicar frente a la racionalidad del capital y constituye una degradación de la teoría marxista, forzada a esconderse en una denuncia de la ideologización e irracionalidad de lo existente. Como afirman Deleuze y Guattari: “Nadie ha muerto de contradicciones”.
Otra vía, actualmente en boga, para la crítica y superación del capitalismo consiste en el ecologismo. La premisa fundamental de la misma pasa por, tomando evidencia mayormente del ámbito científico, anunciar una urgente crisis climática y ecológica causada casi en su totalidad por la acción humana. La corriente liberal del ecologismo no nos concierne demasiado para el presente escrito, en tanto su planteo pasaría por una versión light del ecologismo decrecionista que criticaremos brevemente. El decrecionismo plantearía, fundamentalmente, que sin una acción política urgente en pos de reducir el consumo y la depredación de la naturaleza, estamos, bastante literalmente, en el horno: una extinción masiva producto del cambio climático en los próximos 100 años. La solución consistiría, entonces, en romper con el productivismo salvaje de la sociedad contemporánea y tener un programa económico efectivamente “racional”, i.e. orientado a reducir el consumo y el desperdicio humanos para no cagarnos muriendo en un par de añitos.
Más allá del hipismo que parece atravesar a toda esta disciplina, el argumento central de la misma parecería tener una falla que, a mi parecer, es bastante flagrante: ¿y si sencillamente elegimos morir? Quizás el consumo, por más ridículo que parezca, es más importante para la humanidad que sus propias condiciones de sustentabilidad. La misma sólo se sometería permanentemente a un régimen que tenga una previsión ecológica si el mismo fuera capaz de prometer y cumplir la promesa constante (incumplida, claro está, pero promesa al fin) del capitalismo, véase: vamos a tener más. Es por esto que las tesis ecologistas sólo pueden convencer en su versión diluida, es decir, en llamados y compromisos políticos por reducir las emisiones y el desperdicio dentro del marco de una sociedad de consumo en expansión. En esta disyunción entre libertad y potencial muerte el hombre siente que nuevamente ha de probarse a sí mismo como libre, eligiendo la potencial extinción de la especie frente a la muerte en vida que le significaría una reducción drástica de su consumo. Frente a esta decisión (desde la óptica decrecionista tan irracional, estúpida) no quedan más opciones que recaer en un pesimismo ilustrado o en un ecofascismo (no hemos de dejar que el resto de los hombres hundan a la naturaleza y a nosotros con ella, hemos de convencer y, si no podemos, acabar con ellos, antes de que eso suceda).
Dejando de lado esta refutación express del ecologismo hemos de volver a la cuestión de la superación del capital. Hemos postulado que ni un enjuiciamiento moral, fundado en su carácter irracional e injusto con la consecuente apelación a una postulada exterioridad lingüística capaz de dominar a su racionalidad instrumental (no lo desarrollamos, pero en esas anda la escuela de Frankfurt hoy en día), ni una demostración “científica” de su inviabilidad sistemática constituyen una superación del capitalismo, precisamente porque claudican allí donde éste quiere y debe ser juzgado: su rol como sistema económico. Es desde la esfera económica, del intercambio y la producción, en donde la lógica del capital tiene su trinchera última y extiende sus invisibles tentáculos al resto de las esferas de la vida social. Mientras persista su núcleo sombrío (que aún no sabemos, en el marco de este texto, por qué sería sombrío), toda proyección política (pues todas las respuestas que hemos visto son, fundamentalmente políticas) estará condenada al fracaso, pues concederá que la sombra es necesaria, irrebasable, incrustada en el corazón de la historia como la creatura de Frankenstein que ha de aterrar al pensamiento mientras persista en el recuerdo. La pobreza de las generaciones futuras, cercadas por lo político (pues todo nivel de bienestar material determinado, toda felicidad de la polis, es despreciable frente al flujo infinito de poderes y riquezas que el capitalismo mienta en cada intercambio), habrán de impulsar, de querer, de desear apasionadamente la liberación de los flujos económicos. No hay felicidad terrenal posible cuando se ha conocido la promesa de divinidad insinuada por el capital.
No incluimos en esta crítica al socialismo real pues ya bastante se ha hablado sobre el tema, pero digamos que por un lado la supresión del mercado, i.e. las relaciones de producción, no eliminan el modo de producción capitalista basado en el valor y la mercancía como medidas fundamentales de la riqueza (sino, más bien, la confirman y la realizan) y, por el otro, la caída de la URSS, una caída fundamentalmente económica, dan cuenta de una insuficiencia histórica del proceso iniciado por Lenin y el pueblo ruso.
Otra alternativa, bastante más modesta en sus alcances y fundamentos, es la de concebir al capitalismo como un sistema de dominación fundamentalmente político. La dominación capitalista se efectivizaría no a partir de cierta forma vinculada a la producción, sino a partir de relaciones de fuerza militar o diplomática que ejercerían algunas naciones sobre otras para quedarse con sus recursos, en mayor medida naturales. La solución sería, por lo tanto, reforzar los procesos de soberanía y consolidación nacionales de los países “periféricos” para contrarrestar la apropiación imperialista de los países “centrales”. Más allá de algunas extrañas consideraciones económicas respecto de la existencia de ciertas rentabilidades “buenas” y otras “malas”, por lo general derivadas de una comprensión bastante vulgar de la teoría del valor-trabajo, estas teorías tienen la peculiar virtud de ser útiles para el desarrollo de estas naciones atrasadas económicamente, aunque por esas mismas limitaciones teóricas caen en ciertos problemas para legitimarse cuando este crecimiento se frena medianamente.
Gran parte de los latinoamericanismos de principios de siglo XXI siguieron este camino y, sin despreciar las enormes mejoras materiales que obtuvieron para amplísimos sectores sociales, es difícil afirmar que lo que se logró fue más que un desarrollo capitalista mediado en mayor o menor medida por el Estado. En cuanto ese crecimiento, impulsado por términos de intercambio excepcionales, comenzó a estancarse, la inhabilidad teórica de comprenderse como subsumidos a la lógica del capital (por considerar a esa lógica bajo una óptica fundamentalmente geopolítica y no como lo que verdaderamente es, un modo de ordenación económico y productivo, cuyo imperativo último es la valorización que, a nivel país se traduce en la eficiencia y el crecimiento) los puso frente a la disyunción de traicionar a sus bases populares, las cuales fueron llevadas a creer que un crecimiento económico (dentro de un esquema capitalista) no impulsado por la desigualdad y la valorización era posible, o mantenerse firmes en sus creencias mientras las tasas de crecimiento se reducían a niveles negativos, dinamitando sus bases amplias y eventualmente desplazándolos del poder. Atribuir la debacle de las izquierdas latinoamericanas y su actual reacondicionamiento neoliberalizado únicamente a insuficiencias teórico-filosóficas puede ser en cierta medida injusto y, lo que es peor, idealista, pero como ese insulto quedó algo demodé, tomaré el riesgo de que se me acuse de ello.
Nuevamente, esta suerte de refutación monoparagráfica ha de servirnos para el objetivo del presente escrito. La superación del capital pasa fundamentalmente por encontrar un modo de sintetizar lo económico bajo un patrón superior. Si el fundamento del capitalismo parte de la escisión de la mercancía entre la misma como un valor de uso y un valor de cambio hemos de hallar el modo de encontrar el objeto, quizás teórico, quizás ya efectivamente existente, capaz de subsumir a la mercancía misma y reemplazarla como medida de lo económico. No se trata de eliminar, por injusto o inadecuado el valor y el mercado, el trabajo y el capital, sino de resignificarlos, no mediante la apelación a un concepto del orden de lo político, sino del orden de lo económico mismo. No se trata de volver a una felicidad helénica, sino de modificar la dominación abstracta, característica eminente de la producción capitalista, por un autodominio consciente, una autonomía no solipsista sino dialógica, capaz de reunir la potencialidad de la disyuntiva capitalista y monetizarla en formas superiores. Hemos de decir, de postular, que dicha producción ya existe, pero que para entenderla debemos diferenciar sentidos de productividad.
Así como los conceptos morales son el bien y el mal y los políticos el amigo y el enemigo, los conceptos económicos son lo productivo y lo improductivo. Ambos no pueden ser reducidos a aspectos morales o políticos, sino que tienen un peso propio, que demanda tratamiento filosófico. Ahora bien, una cosa es postular la independencia de estos conceptos y otra cosa es caer en la trampa trascendentalista del capital: lo productivo, su medida, su fin, cobran un modo específico en cada sociedad y en cada momento histórico determinado, i.e. productividad se dice en muchos sentidos. Dicha historicidad inherente al término no implica su relativismo absoluto, en tanto, más allá de la racionalidad inherente al presente, ciertos esquemas económicos son incapaces de sintetizar a los otros. Los sistemas económicos anteriores al capitalismo son, en efecto, incapaces de sintetizar la disyunción valor de uso-valor de cambio, en tanto no conciben al trabajo abstracto como fundamento de la riqueza. La realización humana que está implicada en la producción capitalista no sería más que locura, herejía, para sistemas anteriores. La superación en este sentido no debe concebirse como moral sino como estrictamente económica y, a su vez, como inhibiendo toda posibilidad de retorno. Del mismo modo, una superación económica, una sintetización real de la dialéctica capitalista, conlleva el establecimiento no de una mayor productividad, sino de una productividad superior. Se trata de quitarle el criterio económico de las manos a la valorización y dejarlo nuevamente en manos de una individualidad concretada históricamente, en cuyas manos esté el futuro.