Una hamburguesería nacional produjo un emparedado con una empanada soufflé de jamón y queso dentro, dos capas de carne, queso mozarella y queso cheddar, y una caricia de ketchup. Esa paja rompió la espalda de mi camello psíquico.
En estas columnas, profundizaré ciertos conceptos que regalé a mis seres queridos en mi Instagram personal, hace unos días.
Sintetizando: La gastronomía de consumo masivo está desterritorializada, se ha desprendido de lo telúrico y de lo étnico, se ha globalizado. Esa globalización ha tomado lugar en plataformas sociales («Social media»). Este social media, desde su modelo de negocio hasta su diseño de la interacción (uno hace al otro), beneficia contenido impactante, anómalo, espectacular, amarillista…
Gente más formada y mejor conectada que yo ha hecho sólidos (y preocupantes) análisis sobre el impacto que esto tiene en el discurso político, por lo que no voy a dedicarme a eso ahora. Mi preocupación es cómo lo que se está haciendo con nuestra atención impacta lo que comemos.
La comida entra por los ojos. Pero, en una época de timelines, feeds y constante estimulación visual, la comida tiene que tener cierto valor estético para motivar al consumidor/usuario a detener su scrolling constante y conectarse con el producto. Este valor estético puede tratarse de belleza atípica o puro shock value, da igual.
La idea de que la comida debe verse llamativa para ser vendida, y el hecho de que sea vendida a través de redes sociales lleva a un panorama en el que la comida cada vez se ve más interesante, independientemente de su sabor.
Hace algunos años, fue furor la pastelería teñida como un arcoiris, «rainbow cupcakes», «rainbow cakes», «rainbow milkshakes», etcétera, etcétera.
Por lo general, los colores no tenían un correlato de sabor. Es decir, la mayoría de estos cupcakes eran de vainilla, la mayoría de estas tortas eran de vainilla, etcétera.
La moda se dio alrededor de una apariencia, no de un sabor, ni de un ingrediente que influyera en el mismo. Sólo importaba cómo el producto se viera.
Algo similar sucede con otros «it products» como los waffles con forma de falo. ¿A quién le importa si son ricos? ¡Uno asume que lo son! Pero tampoco el consumidor va a la wafflera fálica buscando un viaje astral del paladar. Lo que el negocio ofrece no es un waffle rico tanto como un momento «instagrameable».
En el mundo de las hamburguesas, esta dinámica ha llevado a una suerte de concurso tácito por quién hace el sandwich más monstruoso, con la mayor cantidad de ingredientes, en función de Dios sabe qué. Ponerle una empanada de jamón y queso adentro de a una hamburguesa sube su precio significativamente. ¿Vale la pena? ¿Es esa hamburguesa cómoda de comer? ¿Es rica? ¿Es buena? ¿Es una piedra en el estómago de la que uno se arrepentirá a la mañana siguiente?
La comida no tiene que ser comestible, no tiene que ser rica, no tiene que ser novedosa para el paladar. Los ojos y las señales sociales emperan por sobre el paladar.