Nirvana Arte Nashe

El derecho a transgredir

Pocas portadas son tan mundialmente conocidas como la de Nevermind, el segundo álbum de Nirvana. Su éxito arrollador convirtió este disco en una verdadera insignia de la música. Hace poco (En el mes de agosto del año que corre), no obstante, ha surgido una polémica alrededor de su portada; una polémica que forma parte de una época donde las correcciones políticas se ciernen peligrosamente sobre el arte. Spencer Elden, el bebé devenido en adulto que aparece desnudo en una pileta en la portada de Nevermind, busca (en un obvio y desesperado intento por conseguir guita) demandar por pornografía infantil y explotación sexual a todo aquel que haya participado en la elaboración de la foto –salvo a Kurt Cobain por obvias razones-. Nevermind claramente va a sobrevivir este episodio: es un álbum viejo y consagrado, que dejó una marca imborrable en la historia de la música. Pero ¿Qué pasa cuando las consideraciones morales atacan de manera tan flagrante al arte?

Spencer Elden posando en una recreación de la foto del álbum Nevermind.

Definiendo al arte

Pero primero y antes de meternos de lleno en el eje de la cuestión, creo que es imperioso hacer un parate y definir qué es y que no es el arte. Lógicamente no puede haber una definición general de lo que este constituye, puesto que depende de la subjetividad humana. No obstante, en mi opinión el arte es toda actividad que posea una intencionalidad estética y que evoque en quien la aprecia una perspectiva distinta de la realidad. Es decir, que luego de escuchar ese disco, luego de ver esa película, esa obra de teatro, salgas al mundo y lo veas con otros ojos. Ya sea partiendo desde el entretenimiento como única motivación o de una búsqueda deliberada de dicho cambio de perspectiva. El arte nos reconfigura, nos hace llorar, reír, gritar: nos hace humanos.

Y el arte es también político, por supuesto (aunque no necesariamente –nuevamente, depende tanto de la intencionalidad del arte como del receptor-). Nos lo demuestran las vanguardias, la literatura, o la misma música; no por nada en dictaduras de todo el mundo se han censurado una gran cantidad de obras. Es de esta polivalencia, de esta variedad y de sus implicancias (políticas, emocionales, estéticas, etc.) que resulta la riqueza misma del arte. El arte se retroalimenta de la subjetividad (inherentemente variada) del humano, que lo valida, transforma, o inicia sus propios proyectos artísticos.

Lista de canciones prohibidas durante la dictadura militar argentina (1976).

El arte como arma

Por esto, lo que para muchos puede constituir una violación imperdonable a todo lo que constituye sacro, para muchos otros puede ser una obra de arte que resignifica la razón de su existencia. O no, pero el mero hecho de que exista esa posibilidad implica un pase libre que, en la opinión general, le hemos otorgado al arte. Un derecho a transgredir, a ofender. Porque, además, muchas veces el arte es más lindo cuando nos caga a trompadas (y puede resultar especialmente bello en este sentido para quienes tengan kinks masoquistas).

Subordinar el arte a la moral es homogeneizar, puesto que al hacerlo se adscribe a una moral hegemónica y unitaria. Es mutilar el arte en lo que lo hace rico: en su variedad, en su capacidad de interpelar a todos los públicos, en su transgresión y su capacidad de demoler estructuras de pensamiento rígidas e inflexibles. Existe, es cierto, una intencionalidad para esa transgresión. Un artista que está decidido a ofender y, a través de esa ofensa, interpelar de una manera específica al receptor de la obra. No obstante, existen momentos en los que la transgresión es lo único que le queda al arte; momentos donde para inyectarle adrenalina y mantener con vida a las significaciones artísticas la única solución posible es declararle la guerra a todo lo que el común de la sociedad establece como correcto y sacro. Y al artista no le debe temblar el pulso a la hora de apretar el gatillo.

En guerra contra el mundo

El vanguardismo del siglo XX representó en cierta forma esa necesidad de romper con todo lo establecido. Desde el futurismo y su belicismo desenfrenado contra todo lo que pudiera representar un atisbo de tradición hasta el dadaísmo y su guerra contra el mismo lenguaje, contra la manera en que nos comunicamos: el arte declarándole la guerra a la realidad en un contexto en el que lo socialmente establecido agotó sus mecanismos de reproducción y de significación de la realidad. En palabras de Martin Kohan: “…vale decir que no es sino dentro de ciertas condiciones objetivas (tanto sociales como artísticas) que el surgimiento de las vanguardias se vuelve posible y, además de posible, necesario. […] hay en la emergencia de las vanguardias algo que no debe reducirse a esa disposición subjetivista voluntarista sin más, ni en la oposición a la tradición (Adorno: la imposibilidad de seguir moviéndose musicalmente dentro de la tradición es una imposibilidad que está prefijada de manera objetiva)…” –Martín Kohan, La Vanguardia permanente, página 30-. Entonces, hay momentos específicos de la historia donde la guerra es lo único que queda, y esa guerra se da desde muchos frentes, siendo el artístico uno fundamental.

Ya dijimos que el arte nos hace humanos; agrego que, sin un arte que nos subjetive, que nos atraviese como una bala, somos meras cáscaras vacías. A veces necesitamos de ese shock de adrenalina que nos empuje a la aceleración: necesitamos el conflicto. Y si, como humanos  nos negamos (y le negamos a otros) esa capacidad de librar una guerra contra los demás y contra sí mismos, estamos atentando contra nuestra misma humanidad. Es por esto que el arte no puede ser subordinado a la moral. No puede aplicarse una “corrección política” del arte y esperar que algo bueno salga de ello, por no mencionar que, comúnmente, quienes efectúan estos juicios morales no son precisamente las mentes más iluminadas del planeta. No radmili123, que esa letra hable de un hombre que faja a su pareja no quiere decir que haya que agregarla a una blacklist. Y vale recordar que, por más que no estemos dispuestos al conflicto, este es inexorable.

En síntesis: cancelar las manifestaciones artísticas de una realidad no elimina dicha realidad. Sacar de emisión a dragon ball super por una escena de acoso sexual no erradica al acoso sexual de la faz de la tierra, pero sí deja descontenta a una enorme cantidad de gente que disfrutaba de dicha serie. Si hacemos lo mismo con Nevermind, o con cualquier obra que ostente un mensaje “ofensivo” hacia la moral de ciertas personas, nos podemos despedir de casi la totalidad del arte, como así también de nuestra misma humanidad.