Argentina vive por estas horas su inserción en el mapa politico ideológico del nuevo siglo. No de ese idilio socialdemócrata de principios de los 2000, de consenso liberal democrático y pluralista, sino de una cruda reacción por parte de los “desencantados” para con ese modelo. ¿Quiénes son? ¿Cuántos son? ¿Tienen motivos para quejarse?
La “nueva derecha” es el latiguillo que cierta elite comunicacional-intelectual usa para englobar un movimiento político de corte nacionalista, conservador (cuando no directamente reaccionario), con potencial de disputarle hegemonía al establishment político ideológico reinante, o sea que se opone a ese consenso liberal del que hablábamos. Llamarla “nueva” es problemático, aunque no incorrecto. Sus características más novedosas se sitúan en la habilidad discursiva para no levantar demasiado la perdiz, y en poder cambiar de posiciones algunos tópicos programáticos sin que eso afecte a las ideas de fondo.
Su relevancia política actual se da en un punto ciego histórico. De algún modo, las condiciones económicas y políticas que propician la efectividad de estos discursos son muy parecidas a las de hace 100 años, y es casi un lugar común entre cierta comunidad marginal de analistas, opinólogos, intelectuales y artistas, hablar de lo parecido que se siente respecto a cómo nos contaron que era ese mundo de entreguerras. Sin embargo, más allá de tibias menciones, el mainstream no se hace eco de este panorama: lo detecta, sí; se escriben editoriales en The Guardian o The Economist evocando la memoria de Stefan Zweig o de Norman Angell, de cómo vivimos ese “verano soñado” antes del desastre; pero no lo sistematiza.
Éste tuit ejemplifica perfecto cómo resuelven “el problema” de que los jovenes adhieren a discursos reaccionarios:
Acto seguido, lo primero que se le ocurre es que están enojados y asustados por el empoderamiento femenino, como si viviésemos en Arabia Saudita. Otro lugar común es decir que forman parte de un sector socioeconómico acomodado, cosa que no es del todo cierta, pero que además no invalida la totalidad de sus demandas.
Esos mismos actores comunicacionales del mainstream son blanco de ataques en redes sociales, pero no sólo por una cuestión reactiva: de algún modo, la derecha los ve como partícipes necesarios de un entramado de poder. Periodistas, académicos, artistas, activistas y una clase muy especial de funcionarios públicos son los integrantes de un conglomerado para el cual la derecha tiene un nombre.
Incendio en La Catedral
El ensañamiento con este grupo de personas suele entenderse como un acto de llano anti-intelectualismo. Pero incluso en el debate más vulgar pueden encontrarse indicios de que hay una búsqueda por separar las aguas entre dos facciones, y ese clivaje no está dado específicamente por la oposición a una “intelectualidad” per se, sino a una concatenación de valores económicos que no son explicitados sino canalizados en inquietudes morales y estéticas.
En 2016, ni bien Trump asumió la presidencia de EEUU, circuló por columnas de opinión y redes sociales un extracto de un libro de Richard Rorty, de hace aproximadamente 20 años. “El filósofo que anticipó la llegada de Trump al poder”, decían. Vale hacerse la pregunta de qué carajo hacía la gente con capacidad de influir en la toma de decisiones mientras tanto.

Les ahorro la incógnita: hace unos meses, en un editorial para The Atlantic, David Frum se escandaliza por las consecuencias negativas que tiene para la política que un presidente se valga de fake news y montajes para sustentar su discurso. Mientras gente como David Frum se ponga al frente de la oposición a “la nueva derecha”, no harán falta más análisis como éste.
¿Qué tiene que ver todo esto con nuestra coyuntura? Bueno, el texto de Rorty anticipa cierto quiebre entre la realidad percibida por parte de las masas trabajadoras y una incipiente elite académica, y cómo se genera entre ellas una tensión que luego puede ser explotada por un demagogo, una polarización que entraría en el latiguillo de “populista”. Esa constelación de académicos/intelectuales es lo que Curtis Yarvin llama “La Catedral”.
Yarvin es un tipo de negocios / IT, del palo de gente como Peter Thiel y Nick Land, y que también se dedica a escribir sobre política. Su blog, Unqualified Reservations, es probablemente la interpretación por derecha más acabada de la tesis de Rorty en cuanto a autores contemporáneos, y es el lugar que dió a luz la idea de “red pill” como concepto de “iluminación ante la realidad política”. Luego los incels tomarían la lanza, pero eso es otra historia (o no tanto). Él le da una vuelta de tuerca a esa división entre elite intelectual y el resto de la sociedad, postulando que la función de los académicos es participar (concientemente o no) de un entramado de manipulación de la opinión pública que obviamente incluye a los medios de comunicación, organismos supraestatales / no gubernamentales, etc.
Es decir, el concepto de La Catedral permite entender el anti-intelectualismo de la “nueva derecha” en un sistema ideológico más allá de lo que percibimos como un discurso meramente reaccionario.
No more rageful irrelevance
Llevo varios días fuera de Twitter, y el flujo de la información que recibo se siente un poco más ordenado. Y como bien señaló @lowendpowerhaus en su último escrito, estoy un poco purgada de la necesidad de opinar indignada sobre absoutamente todo. Ésto, sin embargo, no me priva de mis preocupaciones sino lo contrario, me hace ver que el panorama es menos alentador aún.
María Esperanza Casullo plantea en uno de sus últimos newsletters que no debe sobreestimarse a la opinión en redes sociales como reflejo de las decisiones políticas de la sociedad. No puedo más que coincidir con lo que dice, aunque al mismo tiempo no debemos ser inocentes, a la luz de lo ocurrido con Cambridge Analytica. Pero, por sobre todas las cosas, porque las redes sociales son una esfera de intercambio donde también se gestan ideas y proyectos, por marginales que parezcan. Se ha hecho evidente que la política le ha dado mayor relevancia de la que realmente tienen a tópicos socioculturales que en redes sociales están sobrerrepresentados. Tanto martillaron que a uno hasta lo convirtieron en Ministerio.
Una sociedad alienada, en la que los mecanismos de intervención democrática parecen cada vez menos relevantes, el prospecto de un futuro no muy auspicioso inevitablemente creará la posibilidad de que surjan movimientos “antisistema”. La respuesta de quienes pueden influir en la toma de decisiones de los gobiernos se amolda mucho más a la visión de Yarvin o Rorty, que a la de Habermas o Popper.
Hace unas horas, alguien me hizo llegar una disertación del antropólogo y asesor presidencial Alejandro Grimson en el Senado, donde plantea que la presencia de lo que él llama “discursos del odio” amerita un replanteo sobre la relación regulatoria entre el Estado, la sociedad y las redes sociales. No es que me vaya a escandalizar demasiado la idea de censura, yo misma la aplicaría a discreción si tuviera el poder, pero creo que en este caso es un reflejo fiel de cómo La Catedral cree que debe responder ante “la nueva derecha”: atacar la manifestación más superflua, construir a un otro como “el malo” sin reparar el hecho de que sus propias acciones, día a día, construyen aquello que pretenden combatir. Al inicio, invita a todos los productores de conocimiento del país a pensar cuál es la Argentina que queremos para el futuro. ¿A quiénes invita, específicamente? La Catedral al servicio de sus propios intereses.
En ningún momento problematiza el por qué de los “discursos de odio” como vector de proyectos políticos, de cómo las crisis económicas catalizan esos procesos, de cómo la búsqueda desesperada de un chivo expiatorio es la mistificación salvadora del capitalismo, etc. Es demasiado pedir se ve. Es suficiente con recordar que está muy mal llamar a matar a todos los judíos, es suficiente con sancionar una ley que prohíba colgar a los negros de los árboles; seguro que el nazismo triunfó porque a nadie se le ocurrió sancionar una ley para prohibir los discursos de odio.
Por otro lado, ¿quién determina qué es y qué no es un “discurso de odio”? ¿Quiénes serían los encargados de implementarlo? ¿Qué pasa si “los malos” se hacen del poder del estado y hacen exactamente lo mismo? Nada más hay que preguntarle a Santiago Abascal qué opina sobre cómo proceder con “los malos”:
Vox es un buen anticipo de lo que puede pasar acá con la “derecha”: primero se mostraron como liberales, luego como conservadores, y la última novedad es su giro “laborista”, al más puro estilo Primo de Rivera. Y cuando eso pase acá, ahí te quiero ver.
Si de algo sirve la figura retorica de la historia del siglo XX repitiéndose, es como guía de acción para las dos posiciones ideológicas dominantes, ambos completamente concientes de lo que tienen enfrente y haciendo todo lo posible para cumplir sus pronósticos. Por derecha, cuanto peor mejor; por izquierda, inacción total y nube de pedos.

El sujeto revolucionario del Siglo XXI
Pero el título de este artículo no se refiere a “esos” voxeros.
Voxed es un sitio web del tipo “imageboard”, una especie de foro pero cuyos posts se organizan mediante un scroll de imágenes. Las comunidades de internet siempre son un bardo de freaks y Voxed no es la excepción: el tono de los posts es muy parecido al de 4chan, y muchos tópicos también son compartidos, por ejemplo, la relación amor/odio con los trapitos. Casi la totalidad del contenido de Voxed entraría en la definición de “discurso de odio”, pero al mismo tiempo, es constante la referencia de los usuarios a un futuro incierto, que no los incluye, que falló en darles eso que les prometía.

Como bien señala Kat Blaque, el rebranding de la derecha comienza a finales de los ’90, cuando el British National Party empieza a buscar apoyo en las masas trabajadoras deshauciadas por el Thatcherismo, y luego desencantadas con la neoliberalización del Partido Laborista. Esa misma tendencia, que algunos llaman “rojipardismo“, puede verse hoy en el ejemplo ya citado de Vox (España), Lega (Italia), Rassemblent National (Francia), entre otros. Sin caer en la dicotomía huevo/gallina, ambos fenómenos (reorganización de la derecha y degradación de las perspectivas económicas de las masas) están condenados a ser tal para cual, considerando las preocupaciones de los gobiernos de centroizquierda actuales.
¿Es esto una excusa para el racismo? En mi opinión no. Cualquiera que piense que el país se arregla matando putos y deportando bolivianos no merece más que un proyectil 7,62mm en la nuca (cosa que en realidad nadie está dispuesto/a a hacer). Sin embargo, no debemos caer en la boludez de creer que la defensa de las minorías es una causa en sí misma, obviando los intereses económicos que motorizan “el odio”, ni mucho menos quienes usan estas banderas como zanahoria para no hablar de cómo la mitad del país vive en la pobreza. Una vez triunfó el fascismo, las víctimas no fueron sólo los judíos, los gitanos, sino que terminó condenando a la destrucción a casi toda Europa.


Parece mentira tener que aclararlo, pero el state-enforced progresismo hoy por hoy es hegemónico, es por momentos grotesco y con seguridad carece de la profundidad necesaria para transformar la realidad material de las personas. No veo cómo es incompatible hoy ser rebelde/antisistema y despotricar por que el Estado gasta guita en esas pelotudeces. La respuesta a los discursos de odio no debe ser la censura sino un proyecto superador, quizás utópico, que no se dedique a justificar las miserias de una democracia esclerotizada y una corporación oligárquica.
Nuestra Tesis 11 debería ser: Por ahora, sólo los liberales han logrado movilizar tibiamente al voxero. Resta el desafío para nosotros de reencauzar esa energía, hoy reaccionaria, con fines revolucionarios. Tenemos todo un futuro por construir.