Trapito (sustantivo, m̶a̶s̶c̶u̶l̶i̶n̶o̶ femenino, neologismo): Transexual femenina, crossdresser.
“Qué lindo trapito en medias largas, mirá cómo dice ‘UwU’.”
He reescrito este párrafo inicial al menos una docena de veces. Cada intento es más torpe que el anterior, y en cada nueva formulación estoy más lejos de decir lo que quiero decir. Por esto, seré brusco: Hay una relación rara entre los fascistas y las trapitos. Las odian, las desean, y algunas son ellas.
Hace unos años, Vice publicó un conmovedor pequeño documental sobre una mujer trans serbia que solía formar parte del National Front. Lo recomiendo, y en parte ilustra la transversalidad de este fenómeno. Pero yo no encontré medias rayadas y pelucas en una sede de Bandera Vecinal. Sólo pasé mis noches nadando a través de cientos de hilos en foros Chan, con títulos tales como “¿Garpo para trapito?”, “Pasen fotos de trapitos”, o “¿Soy gay si me gustan los trapitos?”
Por supuesto, persiguiendo algún efecto cómico, estoy citando sólo ejemplos en castellano, y emplearé el término castellano “trapito”, hispanización del neologismo transfóbico “trap”, hallado en los innumerables posts en inglés que también, con propósitos académicos, revisé.
El fascismo, neo, viejo, o neo-viejo (al fin y al cabo, es siempre el mismo), es el lugar donde pasa el tiempo gente que se odia a sí misma, que tiene asuntos íntimos irresolutos, que no fue querida como debía. Lo dice Christian Picciolini, lo dicen las mujeres trans que solían ser nazis.
La idea de que el fascismo se trata de amor por la gente y no de odio hacia un otro que se vilifica no resiste análisis. Lea uno a Hannah Arendt, o pase media hora en 4chan, algo es evidente. Como lo pondría Sagan, “cuando uno está enamorado, quiere decírselo al mundo”. Se pasa poco tiempo hablando de las supuestas virtudes de la raza blanca y mucho tiempo elaborando acusaciones paranoides contra minorías sexuales y raciales.
Por otra parte, como bien explica Dajana Pospiš, sujeto de la incursión de Vice en la materia, el neofascismo le dio un espacio en el que intentar ejercitar una masculinidad hiperbólica, exacerbada, tras la cual podía continuar negando su sentir. El fascismo es el vendaje de una masculinidad quebrada o el juego de sombras mediante el que se monta una masculinidad inexistente. Esto es evidente cuando se nota el overlap entre los incels y los neofascistas.
Demasiado a menudo, la declaración “lo personal es político” es utilizada como preámbulo para condenar algún detalle de la vida emocional ajena. Para escrachar a alguien por hacer un comentario fuera de lugar, o para intentar juzgar el código ético de quien no se siente atraído sexualmente por cierto individuo o característica. Pero, en lugar de descartar la idea, tenemos que reecontrarnos con ella en un lugar más maduro.
Lamentablemente, no puedo declarar que todos los neofascistas son trapitos. Pero no puede no pensarse en esto como un asunto de individuos a los que algo les ha fallado o que, en algún sentido, se están fallando a sí mismos.
Para concluír:
“Ser normal es un lugar nervioso, porque nunca terminas de interpretar tu relación con ello; por otra parte, estar cómodo es otra manera de pensar en lo que la normatividad produce (…) La cuestión de cómo se lubrica el orden social nunca deja de ser difícil, y nunca deja de ser una cuestión de vergüenza (…) Pero, ¿Qué sucedería si nos entrenásemos para aceptar que todos somos incoherentes, sujetos a una variedad de impulsos abrasivos y conectivos que siempre estamos regulando? Lo social sería, entonces, un espacio totalmente diferente de intimidad y ansiedad.” — Lauren Berlant, “El circuito roto” (entrevista)
