Drone strikes in The Hamptons

“¿Hasta cuándo el furor de los despotas será llamado justicia y la justicia del pueblo, barbarie o rebelión?”

Maximilien Robespierre

Arremeter contra la clase billonaria no es una vendetta personal: Es una cuestión de salud pública. Poco importan los méritos que cada uno tenga, trátese de “inventar la computadora” o de especular agresivamente en la bolsa y financiar monopolios farmacéuticos en el camino.

En Homo sacer: El poder soberano y la nuda vida, Agamben explica que el genocidio al pueblo judío no fue visto como un sacrificio, sino como una limpieza. Que los judíos habían sido arrebatados de su humanidad de tal manera que sus vidas eran vistas como insacrificables. Uno no hace un sacrificio cuando envenena estratégicamente los marcos de las puertas para controlar una plaga. Para que le quepa la dinámica del sacrificio, el imaginario del sacrificio, algo debe ser valioso para comenzar. Ciertas vidas no son consideradas lo suficientemente valiosas como para ser sacrificadas. Ciertos seres humanos son considerados piojos.

La misma cultura que hace héroes de quienes arrojan bombas a escondites terroristas peligrosamente cerca de escuelas primarias, pretende cercenar, entorpecer una conversación sobre bienestar público haciéndole entrevistas en CBS, features en Forbes, y parodias simpáticas en SNL a los culpables de un profundo problema de bienestar público. Algunos se están volviendo tan poderosos que están comprando la democracia y jugando con el mercado para tener a millones hambrientos, desesperados y trabajando.

Por supuesto, los perdonamos: Cumplen una función comercial. Si no fuera por X no tendrías una computadora, si no fuera por Y, el sinsentido que ordenas en internet para reconfortarte porque no podés pagar por lo importante (salud de calidad, agua limpia, un retiro digno) llegaría más tarde.

Sinsentido que, por supuesto, llega cubierto de sangre. Primero, de la sangre del niño bengalí que lo produjo, luego, de la sangre del inmigrante del fullfilment center que lo fue a buscar y puso en su caja, junto a otros 20, en su doceava hora de trabajo. Faltan dos capas más: Una fina película por la esposa enferma del conductor de la camioneta que lo llevó del fulfillment center a tu casa. Otra por el tipo que uno de sus colegas atropelló por ir semidormido al volante, tras una jornada demasiado extensa y cronometrada.

Pero, ¿Y las fundaciones? ¡Fundaciones en las que lavan dinero y hacen tan poco como sea posible! Porque, por supuesto, si cualquiera de nosotros tuviese suficiente dinero para literalmente acabar con el hambre, lo que haría es ensamblar programas elaborados de incentivo a la producción de ciertos minerales que su empresa usa. ¡Obvio! Siete pelotas en Congo, un pizarrón en Camerún, y un abrazo en Somalia.

La clase billonaria tiene poder sin parangón, no fue electa democráticamente, y está usando ese poder enorme para jodernos. Pero necesitamos identificarnos con cada uno de ellos, conocer sus historias, lloriquear porque “lo lograron”, son nuestros amigos, son gente. Los billonarios son gente, a diferencia de los civiles triturados como costo de oportunidad en Afganistán, Siria, e Irak.

Cuando el ejército norteamericano chirrea los dientes antes de volar un pueblo, poco le importan los méritos intelectuales, morales, culturales, comerciales de sus habitantes. Son una amalgama sin rostro, son puntos en un graph, son la nuda vida. Lamentan que estén en el camino, pero ellos tienen otros sueños. Quizás, la clase billonaria debería ser para sus víctimas algo parecido. Lamentamos que estén en el camino, pero tenemos otros sueños.