I
La noticia de la implementación por parte de Netflix de un botón que altera la velocidad de reproducción del “contenido” disponible en su plataforma despertó, como era esperable, el repudio de quienes se encargan de producir las formas cinematográficas y televisivas con cierta pericia estética y una autoridad lo suficientemente firme como para decidir sobre la factura final de sus obras pero no para armarse de un medio idóneo de exhibición. Vale recordar que la tensión entre el cineasta y sus materiales se remonta a los orígenes de la práctica cinematográfica y que, polémica más o revolución menos, la expansión de la técnica ha abierto caminos nuevos a toda disciplina que combine en su seno al arte con las máquinas. Por lo tanto, este rechazo no puede tratarse de miopía histórica; sí de un malestar ante la intromisión de lo corporativo en las obras, cuerpo sagrado de la cultura; pero cabría preguntarse si esta distinción no ha de agotarse por anacrónica. ¿Es algo distinto a la empresa lo que se cataloga en un servicio de video bajo demanda?
Lo primero que arroja la evidencia es que aún no hay un flujo audiovisual, por prescindir de los términos “cine” y “televisión”, menos apropiados para este examen, capaz de ofrecer un régimen de espectación en el que el dominio del tiempo quede supeditado al interés del usuario. Bueno, en rigor lo hay, se trata de Internet, pero ese guante es recogido por sus funciones de interactividad específicas. Y nosotros aún no tenemos cine interactivo, no hay espacio que navegar más que la superficie de la pantalla. Los pobres experimentos de películas “a la carta”, donde el espectador elige en una lista de digresiones narrativas, sólo manifiestan una carencia de posibilidades contingentes fuera de un abanico tosco de secuencias intercambiables como ladrillos LEGO. Ortodoxos como yo dirán que para eso hay profesionales diseñando videojuegos, y los innovadores verán una era gestándose en la muerte de la otra.
Llegado este punto, no tengo más experiencia a la que recurrir, pero sí una imaginación capaz de soñar un sueño oscuro. ¿Cuándo se fabricará un cine hecho de marionetas? Porque las bases para su desarrollo ya están escritas en el programa. Si velocidad y ralentización es lo que necesitamos, veinticuatro cuadros son insuficientes o demasiado. Pero no tiene sentido llorar por la pérdida del cine de proyección. Cinco cuartos de siglo para nuestras generaciones no es mucho menos que la vida útil de la commedia dell’arte o de la ópera circulando en el horizonte de la comunidad. Lejos de desaparecer, viejas maneras del oficio se cuelan en los poros de la disciplina informe y la contaminan por dentro con el germen del pasado.
II
¿Qué podemos esperar de un cine táctil? Su hora está pronta. Será mejor ponernos a trabajar. El salto en la experiencia que propone es tal, que podría refutar todas nuestras consideraciones sobre la imagen en movimiento.
El problema reside aquí: el viejo cine, analógico, compartimentó la duración en una serie de cortes privados de movimiento para ser reproducidos bajo una cadencia determinada por nuestra persistencia retiniana. El fenómeno técnico del cinematógrafo es una ampliación del ojo humano, que compone la realidad de la misma manera que el proyector un fragmento de film.
La noción misma de fotograma, para un flujo audiovisual no limitado por condiciones espacio-temporales de reproducción, ya es obsoleta. En vez de una máquina que pulverice la duración en la que se desarrolla todo acontecimiento de la esfera sensible para más tarde someterla a una reproducción mecánica, animista, necesitamos hacernos de una nueva máquina, una que corte y ordene el mundo en su propio acontecer. De esto se deduce que el cine táctil debe ser virtual en vez de fotográfico, virtual y consistentemente volumétrico, no inmersivo. Debe explotar posibilidades contenidas en la materia y nunca antes sospechadas.
Para quien fuese capaz de ver cinco años en la historia de un continente a intervalos de veinte minutos, la paz no sería más duradera ni amable que la guerra. A esta profunda alteración de nuestro vínculo con el espacio-tiempo nos expone el cine táctil, para hacernos testigos de una naturaleza que se crea aleatoriamente a la velocidad de su destrucción. El modelo aristotélico de representación queda cancelado con la disolución de la idea misma de obra, y lo que sobreviene es la estrella de Heráclito, energía alimentándose de vacío.
Piénsenlo por un momento. El cine ha dilapidado recursos financieros, innovaciones tecnológicas y estructuras narrativas en la búsqueda por agotar la experiencia sensible del mundo circundante. Un arte entero no ha bastado. Lo que el cine táctil ofrece es una única máquina productora de realidad, abastecida de terminales en su periferia, muelles de entrada y salida, para visitar un sitio que es cualquiera o ninguno y donde un color nunca es dos veces el mismo, ni un rostro acaba de comprometerse con un cuerpo, y el asesino mata y es atrapado en simultáneo, como en un policial escrito por Erwin Schrödinger.