¿Alguna vez bardearon al K-pop en twitter? Vieron que casi siempre tenés que poner candado porque te llueven menciones de cientos de cuentas con fotos de algún coreano random que baila y comentarios con gifs/fancams? Es una comunidad no muy masiva, pero MUY ruidosa, de adolescentes e incluso pre, que viven vicariamente a través de sus ídolos. Están en una edad en la que quienes son marginados por raros, feos, pobres, etc. buscan formar una comunidad alrededor de figuras que representan sus anhelos. Claro que, esos anhelos, no son del todo orgánicos: el k-pop es una herramienta de soft power y una picadora de carne oscura, finamente elaborada, la fase superior asiática de las boy bands de principios de los 2000. Los mismos ideales de belleza, éxito y “talento” de la generación RebeldeWay, el mismo target, pero con memes. Poco importa que le digamos todo esto a un/a admirador/a de estos grupos, advertir que es una farsa, una construcción comercial, que no componen sus canciones, etcétera; ni ellos lo creen ni en eso se sustenta su adoración. El fanatismo se sustenta por la función de bastón espiritual que cumplen en muchos de estos adolescentes.
Así como en la industria musical (y artística en general) dejó de importar el aspecto expresivo intrínseco, el artista como elaborador de un producto y no como producto en sí, en política dejó hace rato de primar la argumentación política para cautivar votantes, la capacidad real para definir políticas públicas, y mucho menos una teleología definida de progreso (o conservación). Como buenamente señala Natalie Wynn de ContraPoints, mucha gente cree que estamos en Atenas cuando en realidad estamos en Roma. De ahí que sea tan poco importante la consistencia ideológica de los representantes, su historial, sus “ideas” en un sentido más o menos concreto. De a poco, lo que se aparenta es más importante que lo que se es.
Hace unos días, leí a un especialista afirmar sin que se le mueva un pelo que durante el gobierno anterior no hubo emisión. El dato está a un click de distancia, pero no importa, los “libertarios” no pueden tener razón, aún cuando tomo de los pelos fundamentos de Teoría Monetaria Moderna y hago como que no vivo en un país donde hace 10 años la inflación no baja del 20% anual. Como siempre, la disputa es estética: es poco cool señalar los límites de la creación de riqueza y mucho más fácil es patear la pelota para adelante, total el sueldo de un asesor del Poder Ejecutivo no se ve expoliado por el aumento de precios – ni por las consecuencias aún más terribles de la sobreemisión. En palabras de Curtis Yarvin:
“Free money is financial fentanyl. It’s essential for surgery. It’s suicidal for recreation. It is both good and evil.”
Mi apreciación es que los defensores de la impresora no lo hacen porque no saben sus consecuencias sino porque es lo más cercano que tienen a un plan de gestión económica. Y un plan es, ante todo, aquello a lo que te aferrás cuando todo lo demás sale como el culo. Un país con una década de estancamiento e inflación debería ser suficiente para concluir que ninguno al mando de la misma le pegó a nada cuando tuvo la posibilidad de manejarla.
Y en eso llegó Alberto. Entre diciembre de 2015 y 2019 gobernó algo parecido a una socialdemocracia europea, dirá la derecha, o un neoliberalismo de manual diría yo. Como sea, la propuesta del gobierno de Marcos Peña no dejó conforme a nadie, a tal punto fue la desintegración de los principios fundamentales del 51,34% vencedor del ballotage, que una fuerza salida de la manifestación más acabada del gorilismo vernáculo terminó llevando a un rosquero peronista de toda la vida como vice. Claro que ese gorilismo era performativo, como bien sabemos, muchos cuadros de Cambiemos vienen del peronismo más tradicional. Lo cierto es que, pese a la derrota, el triunfo cultural prevaleció en la escena política y para mí su muestra más cabal fue la elección de Alberto Fernández como el líder de la fórmula del Frente de Todos. Eso que Jorge Asís llama “FrePaSito tardío” es la única expresión sostenible por la cual el peronismo iba a poder gobernar. El giro obligado al centro, sin embargo, necesita estar embebido de las mismas narrativas de siempre, promesas de expropiación y glorificación de la miseria, ausencia total de un programa destinado a expandir la torta en lugar de repartir las migas. No es sorpresa que dentro de ese combo, haya una férrea defensa a imprimir plata como solución a todos los problemas (aunque los billetes se los queden los bancos).
El antropólogo Alejandro Grimson, a quien solía escuchar asiduamente en la radio la parte del año que paso en la Patagonia, hace hincapié en el carácter intrínsecamente metamórfico del peronismo (aunque doctrinariamente debiera atenerse a determinados principios inamovibles), pero hace el juego inverso a lo que planteo previamente: para él, Alberto viene a ser una evolución natural de todos los peronismos anteriores, en lugar de ser el indicado para gobernar en un país donde prevalece el sentido común neoliberal (o socialdemócrata, llamenlo como les guste a esto), haciendo un racconto de cualidades que no dicen demasiado respecto a la capacidad concreta de gobernar un país, cito:
“Sus rasgos de profesor, de abogado, de una persona muy abierta al cambio cultural, a las diversidades, incorporando al Gobierno y al discurso elementos muy fuertes que trajeron los feminismos, por ejemplo”.
Supero la discusión respecto a si el feminismo tiene algo que decir respecto a la coyuntura actual y me hago otra pregunta: ¿Sobre qué terminos discutimos ese “cambio cultural”? Lo que ya se resignó durante estos pocos meses de gobierno es toda posibilidad de que las clases bajas y medias tengan algún tipo de mejora material, porque “se vienen tiempos duros” y no hay alternativa. Es casi banal decirlo en estos términos, pero el viraje discursivo del late-macriísmo a ensalzar la figura de Pato Bullrich y derivados forma parte de esa misma no-discusión respecto al estancamiento material de las mayorías argentinas. No hay que confundir la comodificación estética de la política con el culto a la personalidad, de todos modos. Alberto no es Cristina Fernández, aunque en apariencia parezca que despierta fanatismos similares: los fanáticos del primero se nota que impostan lo segundo, porque a las claras Alberto Fernández no es una figura carismática. CFK es una perra icónica, y su gobierno, aún siendo malo, tenía medidas que claramente se desprendían de una doctrina autónoma, orgánica. O sea, había un nexo entre lo material y lo espiritual.
Ahora bien, hacer kirchnerismo en 2020, endeudados hasta el culo y arrastrando una economía que no levanta hace una década parecería imposible a menos que hubiese gente dispuesta a cagarse a tiros con la SRA. ¿Entonces qué hacemos? La política no puede responder a eso desde hace años, estamos en un callejón sin salida donde unos dicen que hay que expropiar y hacer la reforma agraria y otros que hay que matar 10M de jubilados, un stalemate político absurdo donde nadie replantea sus tesis originales ni cuestiona las miserias concretas que nos encierran.
Desde la izquierda vociferan contra lo inmoral de que Suiza resguarde dinero del narcotráfico y que Canadá le venda armas a los Saudíes, como si nuestro propio sistema fuera mejor, cuando en realidad es moralmente igual de corrupto, pero más pobre. Y sin embargo, la primera plana de la política siempre la tienen los nombres, las personas, nos quedan las biografías emotivas de quienes logran ocupar cargos de importancia, si tocan la guitarra o juegan al paddle, qué libros les gustan o si el perro que tienen es bonito. Aún cuando sabemos que quienes gobiernan son incapaces de sacarnos de donde estamos. Cada vez somos más pobres, pero “we have no choice but to stan”.